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16 junio, 2023 / Carmelitas
ChatGPT ha dirigido el culto dominical en una parroquia

ChatGPT, el chatbot de redacción escrita y recopilación de información de inteligencia artificial (IA) inquietante y asombrosamente preciso que se ha lanzado recientemente, está atrayendo a un número creciente de personas.

No pocos profesores se preguntan ya cómo va a ser posible volver a hacer un genuino de escuela, instituto o universidad cuando resulta que cualquier estudiante puede producir, en menos minutos que dedos tiene una mano, una redacción tal, incluso con notas al pie y referencias bibliográficas, que al más avezado de los catedráticos pasaría por composición original.

Y, ¿en la Iglesia? No es solo que algunos hayan comenzado a flirtear con la predicación manada del golpe de click resultante sobre la inteligencia artificial. Ya avanzamos algo sobre el defecto que le veíamos en origen: ¿qué motiva el contenido de una homilía?, ¿qué espíritu mueve al predicador? Antes de lo que nos hemos dado cuenta nos encontramos con que ya hay quien se pregunta si la tecnología inteligente podría dirigirse a otro lugar: los púlpitos de nuestras iglesias, y a la propia presidencia de la celebración. Puede verse el artículo aparecido hoy en la prensa digital:

Los luteranos prefieren el sermón de una máquina al de su pastor: ¿podrá la IA sustituir a los sacerdotes?

El periodista Matt Labash, en una diatriba en su boletín, señaló que el rabino de Nueva York, Josh Franklin, hizo que el chatbot escribiera un sermón completo para él. Nada dijo a su asamblea hasta que, por fin, el sermón fue transcrito por otra persona, a posterirori. Entonces pidió que adivinaran quién lo había preparado, e identificaron al difunto rabino Jonathan Sacks, quizás el predicador judío más renombrado de los últimos 20 años. ¿Podemos imaginar satisfacción en la reacción de la sinagoga cuando se les dijo que el sermón que tanto había gustado procedía de una combinación de algoritmos informáticos?

¿Es ese el futuro de la predicación cristiana y de la Iglesia? Podríamos responder: “Por supuesto que no”. Tal vez simplemente no podamos creer que tal cosa pudiera suceder. Pero imaginemos qué cara habríamos puesto si no hace tan siquiera 30 años si alguien hubiera tratado de explicarnos el funcionamiento de Google o de una de tantas aplicaciones piadosas como podemos tener hoy en nuestros teléfonos inteligentes (desde la Biblia, la Liturgia de las Horas, el Rosario, apps con comentarios a las lecturas de la Misa etc.).

¿Qué pasaría si la IA pudiera escribir homilías para sacerdotes / predicadores en apariencia ortodoxos, -mejor aún, no solo en apariencia, sino dogmática y rigurosamente ortodoxos-, basados ​​en la Biblia, en el Magisterio y en la Tradición y convincentemente argumentados todas las semanas? Obviemos aquí y ahora que esa supuesta predicación lustrosa, e incluso amenizada con los ejemplos y testimonios de los santos tocara todos los temas. Queremos decir: supuesta una exquisita rectitud eclesial, esa predicación artificial, ¿qué dirá de temas tan espinosos como el aborto, la eutanasia, la protección del huérfano y de la viuda? ¿Cómo promoverá la misión evangelizadora, el cuidado pastoral, la acción caritativa en el Nombre de Cristo? ¿Respetará la libertad religiosa y de conciencia? ¿Cómo estaría velando por proteger un entorno realmente seguro para los menores?

Con todo, la verdadera pregunta no es acerca de la posibilidad tecnológica. Tampoco se trata realmente de la ética del liderazgo de la Iglesia.

Más bien, la pregunta radica en qué o en quién ponemos nuestra fe.

Dado que ChatGPT puede reproducir la redacción escrita -o si se prefiere, el pensamiento- de Jospeh Ratzinger o de san Agustín con una hábil combinación de ‘clicks’ mediante el ratón de nuestro ordenador, no parece que deba haber razón para que no podamos leer o escuchar el resultado de esa operación informática. El planteamiento de la cuestión no se debe enfocar desde esta perspectiva.

Notemos que a la Iglesia de Corinto, el apóstol Pablo escribe de sí mismo y de los que están con él: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!” (2 Co 5,20). Cuando escuchamos la Palabra predicada, no solo escuchamos una palabra acerca de Dios, sino una palabra de Dios.

¿Puede el embajador tergiversar la comunicación de la embajada? Sobra responder. ¿Podría un diplomático sin escrúpulos reescribir la transmisión? Tenemos demasiados ejemplos en nuestro tiempo. Por eso la comunidad cristiana necesita una real formación y experiencia de fe, para discernir lo que presenta la vida, el mensaje que le llega, con la sabiduría del Espíritu.

La gravedad de la predicación de la Palabra poco o nada tiene que ver con recopilar datos y presentarlos. La misión de la edificación del Cuerpo de Cristo, de la construcción del Reino, del anuncio de la Buena Nueva son de otro orden que el de las posibilidades de la IA. De hecho, lo que está en juego es aún mayor: la Buena Nueva es aún más gozosa. Es vivificante. Es santificante para quien escucha con fe y se deja convertir. Tal Buena Noticia, tal Evangelio, que transforma la vida, ¿procede de la inteligencia artificial, la cual debería merecer entonces nuestra fe, o no puede proceder más que de Dios, en quien deberíamos poner exclusivamente nuestra confianza?

Un chatbot puede investigar. Un chatbot puede escribir. Tal vez un chatbot pueda incluso hablar. Quizás pueda redactar una oración, o preparar una homilía. Pero un chatbot, lo tenemos claro, no nos puede salvar. Desde luego que en el sentido cristiano de la salvación última, no. 

Por la humildad de tu Encarnación, líbranos, Señor. Precisamente, un rasgo de la inteligencia artificial es su condición virtual, desencarnada, en el más genuino sentido bíblico de la carne.

Por la gloria de tu Resurrección, Señor, sálvanos, Señor. La resurrección no es solo impropia de la inteligencia artificial, sino también de la carne y de la sangre que no pueden entrar el reino del Dios, del cuerpo corruptible que no puede heredar lo incorruptible (cf. 1 Co 15,50)

 

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