Cada año celebramos en la Iglesia el Tiempo de la Creación como un tiempo en el cual le dedicamos especial atención a la cuestión ambiental y a la justicia social que de ella se deriva. Aprendemos, reflexionamos, profundizamos, rezamos y celebramos el misterio de la creación y el valor de su cuidado integral, pues somos – de entre las criaturas que habitan esta Tierra – los responsables primordiales de su ulterior deterioro o de su posible sanación. El destino material de la casa común está en nuestras manos.
Vivimos, además, en una época de “río revuelto”, de “fake news”, del “miente, miente que algo quedará”. Las redes sociales que no filtran nada o, mejor dicho, dejan pasar bulos y medias verdades sin criterio de veracidad, son un rellano de embusteros o cuenteros que, por el deseo de notoriedad, en el mejor de los casos, no tienen grima de exponer en público su desconocimiento palmario de los temas críticos ambientales planetarios y se lanzan, sin sonroso, a hablar cual doctos de la materia. Ya no hay vergüenza ajena.
La situación me recuerda a un tango escrito en 1934, “Cambalache”. Parece que cien años no es nada, pues hoy como en el “siglo veinte, cambalache, problemático y febril… Todo es igual, nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor”. La opinión de un “tiktoker” está a la altura del conocimiento consolidado de una ciencia. Y así, basta que alguien que sabe (al menos sabe algo) de economía, ciencias políticas, medicina o incluso física teórica, pueda rebatir – él solito – a los científicos del clima, y pueda alertar – él solito, cual iluminador de conciencias adormecidas – a los ciudadanos de a pie que están siendo engañados, que el clima de la Tierra, por ejemplo, no está cambiando, o que el cambio climático es un invento de unos poderes globalizantes que buscan controlarlo todo … En fin, el primer cuarto del siglo veintiuno, cambalache, sigue siendo tan problemático y febril como lo intuía el autor de tango, Enrique Santos Discépolo.
Sería obrar de mala fe, el pretender que la manera en que los seres humanos nos relacionamos con la Tierra, la casa común que habitamos, en solidaridad con todos los seres vivientes, puede seguir siendo igual, cien años después, como si nada pasara, como si no hubiera consecuencias planetarias, medibles y sensibles, de nuestras acciones. En cambio, la mano pesada de la tecnocracia – ese dominio de la tecnología desacralizadora al servicio de la avaricia, donde ya no hay domingos ni fiestas de guardar, donde no hay descanso solemne de la tierra y de los hombres, donde todo es “crecimiento o muerte”, “rápido y aprisa” y “a escala de las máquinas”- está violentando sin contratiempos a la hermana nuestra madre tierra y sus pobres hijos. Dicho de manera más sencilla, los “bosques y espesuras plantados por la mano del Amado” que poéticamente describía Juan de la Cruz en su experiencia vivida hace cinco siglos, hoy ya no existen; en su lugar, hemos construido éremos.
No se trata de volver al tiempo de las cavernas, no es estar peleados con la tecnología y el progreso científico y tecnológico. No. Es reconocer el pecado, el hecho de que no todo lo que puedo hacer está bien hacerlo, de que hay límites que no podemos trasgredir por respeto del bien común, por defensa de lo que es digno del ser humano. Discernir lo bueno y lo malo de cada tiempo es tarea del cristiano.
Es cierto que el progreso tecnocientífico nos ha regalado un desarrollo humano inimaginable dos siglos atrás. Una prosperidad económica imposible sin los medios tecnológicos disponibles hoy. Sin embargo, sería ingenuo pretender creer que hay justicia en este mundo, y que el pecado no ha atravesado este progreso humano, cuando somos testigos de que miles de millones de personas siguen fuera de los frutos de estos logros.
Al mismo tiempo, es este mismo progreso tecnocientífico el que nos señala – con el maravilloso sistema global de observación terrestre que hoy tenemos, a través de satélites, aviones, barcos y sensores terrestres – que nos estamos comiendo la Tierra, que nuestra voracidad es demasiado grande para satisfacerla materialmente, meramente, y que deberíamos replantearnos, al menos, la idea de buscar la prosperidad y el desarrollo humanos en otras dimensiones que no signifiquen siempre consumir más, tener más y crecer materialmente más infinitamente, cuando en realidad habitamos un planeta físicamente finito.
Por eso la Iglesia, con los pies en la tierra, recorre los caminos de sangre y carne, y se adentra otra vez este año en la cumbre mundial del clima (la COP 29 en Bakú, Azerbaiyán) y la cumbre mundial de la biodiversidad (la COP 16 en Cali, Colombia), no para politizarse, sino porque entiende, desde la fe y la luz de la razón, que cuidar la creación es un mandato moral. La Iglesia, y con ella, los miembros que la conformamos, animamos a la esperanza de que la conversión ecológica es posible como vía a nuevos estilos de vida sostenibles que acompañan nuevos patrones sostenibles de producción y consumo, basados en el diálogo social, entre la ciencia y la ética, entre la fe y la razón, en donde muchas, veces, menos será más.
Agradecemos fraternalmente al p. Eduardo Agosta Scarel, O. Carm., que en el desempeño de su labor como Director del Departamento de Ecología Integral, al servicio de la Conferencia Episcopal Española, nos ha hecho llegar el texto que aquí compartimos íntegro y que ha sido publicado en Somos CONFER, Revista Vida Nueva, octubre de 2024, 6-7. Simplemente nos hemos tomado licencia para introducir algunas negritas que ayuden a la lectura del escrito.