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Rincón carmelita

1 abril, 2020 / Carmelitas
El icono de la Madre de Dios de la Pasión (VI) – Obra maestra de la gracia

Hemos ubicado ya varias referencias del icono de la Madre de Dios de la Pasión y, tentaría pensar que ya está todo dicho. Llegados a este punto sirve tener en cuenta que en la medida que la iconografía abre al misterio divino, en esa misma medida, el buen icono es inagotable.

En una de las entradas anteriores anticipamos que en el “juego de manos” que presenta nuestro icono hay algo central. Es hora de que ahondemos en ello. No pretendemos sentar cátedra al respecto, sino ofrecer una lectura libre de un detalle que nos ayude en la oración para reavivar la fe.

En esa misma mencionada entrada ya quedó dicho que, a muy grandes rasgos, se pueden distinguir como tres grandes tipos de representaciones iconográficas marianas: las de la Virgen que muestra el camino (“Hodighitria”), las de la Virgen de la ternura (“Eleousa”), y las de la Virgen de la Pasión, cada una con ciertas características propias. Evidentemente, a la hora de la verdad, las diversificaciones, matizaciones, particularidades… se multiplican. En nuestro caso, además de la convergencia de estas tres grandes líneas se revela una de esas precisiones particulares. En la tradición bizantina uno de los títulos llenos de admiración que se da a la Virgen es “la que lleva al que todo lleva”, o si se prefiere, “la que contiene al Incontenible”, y que cristaliza en el tipo de iconos llamado Platytera”.

 

 

Vale la pena detenerse en la paradoja que podríamos plantear en términos muy llanos así: ¿podría una cierta ‘obra’ hacer y cuidar de otra obra distinta y que resultara ser que esa obra distinta fuera el mismo autor de la primera? No hace falta ser teólogo para vislumbrar que Aquel que lleva todo, el que crea todo y todo lo sostiene en su existencia por la fuerza de su Palabra es Dios; y la Palabra, el Verbo de Dios, no solo da forma según su propia imagen al universo entero, a toda la realidad creada, sino que, aun cuando ésta caiga en alguna deformación (el pecado), Él —Jesús— lleva a la creación a su plenitud.  ¿Cómo lo hace? A través de su Encarnación redentora. Esta puede ser una clave de oro para contemplar lo que simboliza ese tierno juego de manos:

El mismo que modeló del polvo de la tierra al ser humano, el mismo que lo creó, lo re-creó, lo redimió, lo salvó mediante la restauración y remodelación que obró en la cruz. La muestra ya cumplida de la salvación a la que la humanidad entera está destinada la tenemos en la Virgen María. Ella, antes que Madre de Dios, fue discípula, creyente en Dios. Parafraseando a san Agustín, María es más feliz por ser creyente que por ser Madre, ha concebido antes a Dios por la fe que en sus entrañas virginales. Por eso, gracias a esa fe, ella misma ha sido salvada; es la primera de entre los salvados. Algo de esto refleja nuestro icono en un detalle sobre el que parece querer llamarnos discretamente a gritos con un zoom extraordinario que nos centra una de las líneas de fuerza del mensaje del icono:

 

 

Se suele leer en los comentarios que el Niño se agarra ante el pavor de su Pasión venidera a la mano de su Madre. Es innegable que un primer nivel de lectura afectivo-psíquico de un comportamiento humano sano en su juicio esa sería una reacción normal y tiene sentido verlo así en nuestro icono. Pero podemos dar un pasito más y evocar el Salmo 8:

¡Señor, dueño nuestro,
¡qué‚ admirable es tu nombre en toda la tierra!
Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.

 De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde.

 Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad;
le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies… (Cf. Sal 8)

El salmista parece querer subrayar cómo Dios crea, modela, trabaja como un artesano finísimo, elaborando los más diminutos detalles, como en filigrana. No alude a un trabajo a escala macro, como el universo, sino a una labor del más pequeño detalle, a escala micro: no refiere una obra de tipo industrial, ni siquiera de orden manual, sino más fina aún, la de sus mismos dedos (imagen antropomórfica).   Ello casaría bien con el gesto que aquí Jesús, “El que todo lleva”, “el Inabarcable” hace con María, la que le lleva, aquella que ha contenido en su vientre al que no puede ser encerrado en todo el universo, al “Incontenible”: en ella está remodelando, restaurando a la humanidad. ¡María es la obra maestra de la gracia! En pocas representaciones se puede apreciar tanta delicadeza, tanto trabajo artesanal, tanta finura y elegancia como el que resalta en este caso.

Esto nos lleva, finalmente, a una última reflexión en este sentido. Entonces, ¿está aquí Jesús tan amedrentado, tan angustiado como para no afrontar con fortaleza y vigor de ánimo la misión redentora que el Padre le ha encomendado? Resulta más harmonioso con la revelación bíblica y a la luz de la fe lo que el mismo icono está queriendo insinuar con la mirada serena del Niño hacia la cruz que le presenta el ángel, a saber que, más bien, está decidido a llevar adelante esa obra de recreación y salvación de toda la humanidad, que ha empezado a obrar con María. Pero no con un presuntuoso triunfalismo de su parte, sino abandonado en la oración y confianza en Dios. Podemos muy bien imaginar a Jesús haciendo suyo en toda su existencia el Salmo 139(138), a la luz de esta misma imagen (el salmo es largo, reproducimos solo algunas estrofas):

Señor, tú me sondeas y me conoces:
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos. […]

Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa;
es sublime, y no lo abarco. 

¿A dónde iré lejos de tu aliento,
a dónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro.

 Si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha. […]

 Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente
porque son admirables tus obras. 

Conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra, […]

Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto:
si me pongo a contarlos, son más que arena;
si los doy por terminados, aún me quedas tú. […] (Cf. Sal 139[138])

El salmo, leído por entero, acaba precisamente implorando a Dios (en términos fuertes) con confianza su victoria definitiva sobre el mal. Aplicado a nuestro recorrido cuaresmal y a todo camino vital de conversión cabe entender que la transformación del hombre viejo pecador en una criatura nueva que vive la filiación divina pasa por el trago duro de la cruz, pero no está desprovisto de la intercesión materna que cuida y vela de su hijo en ese proceso de recreación en el que el que el pecador va siendo remodelado con eficacia por la gracia. ¡Así sea!

 

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