Avanzamos en nuestro acercamiento al icono de la Madre de Dios de la Pasión (o del Perpetuo Socorro) retomando algunos aspectos anteriormente avanzados para profundizar en este nuevo paso en la presentación y movimiento del conjunto. Antes de entrar en las formas visibles, hemos de seguir teniendo presente a lo largo de toda la reflexión su intención última: apunta a la realidad teológica completa de la Redención por la Pasión Gloriosa.
En el centro, llaman principalmente la atención la Virgen, que se nos muestra sólo de medio cuerpo dando estabilidad global, como estando en pie y el Niño, en sus brazos; y en un segundo plano, caracterizando una de las especificidades de este icono según ya dijimos anteriormente, dos arcángeles: Miguel y Gabriel. Miguel, asociado con la defensa del creyente en el combate espiritual (¡y el combate final!), y Gabriel, con la Anunciación. Aquí, cada uno de los mensajeros sostiene los instrumentos de la Pasión:
Los instrumentos que presenta San Gabriel son: la cruz —de tipo griego, con doble travesaño— y cuatro clavos.
San Miguel, la lanza y la esponja y el recipiente con vinagre de la misma hora de la cruz.
Ambos arcángeles ocultan sus manos, no solo porque anuncien el combate, presagio de dolor y muerte, ni siquiera tampoco porque además estén profetizando que se trata de algo santo, sino porque anticipan que se tratan del trofeo mismo, símbolo de victoria lograda.
Una interpretación básica general respecto a la forma y dinámica es clara. Más adelante nos detendremos en el color. Los arcángeles Gabriel y Miguel presentan a Jesús niño los instrumentos de su Pasión venidera. Al contemplar esta dramática visión, el niño, en su condición de hombre mortal y pasible, se asusta y se estremece y en un abrupto movimiento busca socorro en los brazos de su Madre, a cuya mano se aferra con fuerza, a la vez que mira, con determinación, la lucha que se dispone a afrontar sin rehuirla.
Todo icono es espacio de culto y contemplación espiritual. Ha sido escrito (“pintado”) para nosotros, para manifestarnos el misterio. Por eso, la Virgen no está mirando al Niño para consolarlo, como cabría esperar en una escena que capta la reacción de una madre ante un doloroso augurio para su hijo, y por tanto, también para ella. Más bien, desborda una gracia recibida en su interior por la que sobrepasa el dolor de su Hijo y el suyo propio, hasta endulzar benignamente su rostro, para ofrecer al que la contempla una mirada llena de acogida y de ternura y un mensaje de esperanza. (El mismo fondo apunta a esa atmósfera última de gloria simbolizada en el fondo de oro).
Más allá de su mirada, el gesto de María es muy rico. Sostiene a su Hijo en su regazo. Con su mano izquierda lo tiene contra su pecho: esa mano hace aquí las veces de trono y altar de su Hijo, Rey y Sumo Sacerdote. Más claramente aún, con su mano derecha nos lo muestra. De aquí que cobre fuerza el argumento por el cual ya dijimos que pese a encuadrarse en los cánones de la iconografía mariana de la Pasión, a la vez, incluye el arquetipo de la Virgen Hodogitria, la Virgen encaminadora, que nos muestra el camino hasta Jesús, como Camino que Él mismo es al Padre. A la vez, ofrece con su diestra seguridad materna y punto de agarre inquebrantable a su Hijo asustado.
El Niño Jesús se nos presenta de cuerpo entero. Encuentra descanso sobre el brazo izquierdo de su Madre y, apoyado sobre su pecho, parece agarrarse con ambas manitas a la mano derecha de la Virgen, seguramente buscando protección. O tal vez, las manos de Cristo con las palmas boca abajo y dentro de las de su Madre estén revelando la fuente que derrama la gracia de lo alto, así como el depósito de las gracias de la redención bajo la custodia de María, que las recibe todas a manos llenas. En todo caso, las manos del Niño dan cuerpo a la tensión que conlleva la contemplación de los instrumentos de la Pasión que le aguarda. En efecto, Jesús no agacha la cabeza ante lo que se le viene encima. Se apoya en su Madre, pero dirige la mirada a la misión que ha recibido, y a través de ella, su expresión se serena en un descanso contemplativo orientado al Padre.
Entre los brazos en su Madre, y el descanso último en el Padre, media un tercer trono, el de su victoria y nupcias: la cruz. El susto y movimiento brusco del Niño, que parece acabar de llegar corriendo a los brazos de su Madre, están expresados por la contorsión de piernas, el repliegue del manto y la sandalia descolgada. O más bien, si tiene entrecruzadas las piernas es porque aún no ha llegado su ‘hora’. En la sencillez de su calzado, simples sandalias, interpela especialmente que uno de sus pies queda como descalzo, con la sandalia colgando…