La tradición patrística y carmelita ha releído al profeta Elías. A continuación ofrecemos tres lecturas para la meditación: 1) De las homilías de san Gregorio. 2) Del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz. 3) De la Institución de los primeros monjes.
De las homilías de san Gregorio, papa, sobre el libro del profeta Ezequiel.(Lib. II, h. I, 17‑18; PL 76, 947‑948)
Contemplación mística de la majestad de Dios
A menudo el alma, durante la divina contemplación, se eleva tan alto, que llega a saborear gozosamente por vía imaginaria algo de aquella libertad eterna que ni el ojo vio, ni el oído oyó; pero vencida por el peso de la condición mortal, vuelve a caer en lo hondo y se siente como aherrojada con las cadenas de su reclusión. El alma que contempla los goces de su verdadera libertad se acerca instintivamente hacia la puerta buscando la salida, pero no puede aún evadirse.
Por eso, cuando el pueblo hebreo, liberado de la esclavitud de Egipto, veía la columna de nube mientras hablaba el Señor, cada uno «estaba» a la puerta de su tienda y «adoraba».
Es un hecho que estamos donde ponemos los ojos del alma. Así Elías pudo decir: Vive el Señor, Dios de Israel, ante quien sirvo. En efecto, el profeta estaba donde había puesto su corazón. Y ¿qué otra cosa significa ver el pueblo la columna de nube y estar cada uno a la puerta de su tienda y adorar, sino que el alma humana cuando contempla, aunque solo sea en enigma, las sublimes realidades celestes, abandona ya el encierro de su mansión corporal en alas de un levantado pensamiento, y adora humildemente al Dios, cuyo poder admira merced a una ilustración del espíritu, pero cuya esencia no puede ver todavía?
Si se nos detalla que Elías, al escuchar la voz de Dios que le hablaba, se situó a la boca de su cueva y se cubrió el rostro, es porque el hombre, cuando le resuena en el alma la voz de la Sabiduría eterna a través de la gracia de la contemplación, ya no se halla del todo en la cueva, pues el espíritu se ve entonces libre de los cuidados del cuerpo, sino que está junto a la salida, pensando en dejar el estrecho recinto de la carne mortal.
Pero es preciso que quien está junto a la boca de la cueva y percibe la palabra de Dios en el oído del corazón, se cubra el rostro, porque cuando llegamos a la comprensión de profundos misterios con la luz de la gracia divina, tanto más nos hemos de humillar siempre a nuestro propios ojos, cuanto más regalada sea nuestra elevación mística, de manera que procuremos no estimarnos más de lo que conviene, sino estimarnos moderadamente, no sea que, por la curiosa indagación de las cosas invisibles, nos distraigamos, o pretendamos buscar destellos corpóreos en una naturaleza espiritual. Aplicar el oído y cubrirse el rostro significa escuchar mentalmente la voz de un Ser superior dentro de nosotros y, sin embargo, apartar los ojos del corazón de toda especie corporal, evitando que el alma se imagine nada corpóreo en aquel Ser omnipresente e incircunscrito, al mismo tiempo.
Por tanto, queridos hermanos, nosotros que, mediante la muerte, resurrección y ascensión de nuestro Redentor, hemos llegado a conocer los goces del mundo futuro; nosotros, que creemos en la aparición de sus ángeles –nuestros conciudadanos– para dar testimonio de su divinidad, suspiremos por nuestro Rey, anhelemos la compañía de esos conciudadanos, conocidos nuestros, y, mientras permanecemos en este edificio de la santa Iglesia, pongamos los ojos en la puerta de salida. Volvamos las espaldas del alma a esta corruptible vida mortal. Orientemos el rostro del corazón hacia la libertad de la patria celeste. Pero mirad: aún son demasiadas las preocupaciones terrenas que nos esclavizan. Entonces, ya que no podemos abandonar definitivamente nuestra cueva, mantengámonos, al menos, junto a la boca, listos para partir venturosamente un día por la gracia de nuestro Salvador, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.
Del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, presbítero y doctor de la Iglesia
(Cántico B, canc. 14, 12. 14‑15; EDE, 2008)
El silbo de los aires amorosos
Por los aires amorosos se entienden aquí las virtudes y gracias del Amado, las cuales, mediante la dicha unión del Esposo, embisten en el alma y amorosísimamente se comunican y tocan en la sustancia de ella.
Y al silbo de estos aires llama una subidísima y sabrosísima inteligencia de Dios y de sus virtudes, la cual redunda en el entendimiento del toque que hacen estas virtudes de Dios en la sustancia del alma; que este es el más subido deleite que hay en todo lo demás que gusta el alma aquí.
Porque este toque de Dios satisface grandemente y regala la sustancia del alma, cumpliendo suavemente su apetito, que era de verse en la tal unión, llama a la dicha unión o toques aires amorosos; porque, como habemos dicho, amorosa y dulcemente se le comunican las virtudes del Amado en él, de lo cual se deriva en el entendimiento el silbo de la inteligencia.
Y llámale silbo, porque, así como el silbo del aire causado se entra agudamente en el vasillo del oído, así también esta sutilísima y delicada inteligencia se entra con admirable sabor y deleite en lo íntimo de la sustancia del alma, que es muy mayor deleite que todos los demás.
Por significar este silbo la dicha inteligencia sustancial, piensan algunos teólogos que vio nuestro padre Elías a Dios en aquel silbo de aire delgado que sintió en el monte a la boca de su cueva. Allí le llama la Escritura silbo de aire delgado, porque de la sutil y delicada comunicación del espíritu le nacía la inteligencia en el entendimiento; y aquí le llama el alma silbo de aires amorosos, porque de la amorosa comunicación de las virtudes de su Amado le redunda en el entendimiento, y por eso, le llama silbo de aires amorosos.
Este divino silbo que entra por el oído del alma no solamente es sustancia, como he dicho, entendida, sino también descubrimiento de verdades de la divinidad y revelación de secretos suyos ocultos; porque, ordinariamente, las veces que en la Escritura divina se halla alguna comunicación de Dios, que se dice entrar por el oído, se halla ser manifestación de estas verdades desnudas en el entendimiento o revelación de secretos de Dios; los cuales son revelaciones o visiones puramente espirituales, que solamente se dan al alma, sin servicio y ayuda de los sentidos; y así, es muy alto y cierto. Esto se dice comunicar Dios por el oído. Que por eso, para dar a entender san Pablo la alteza de su revelación, vino a decir: Oí palabras secretas que al hombre no es lícito hablar. En lo cual se piensa que vio a Dios también, como nuestro padre Elías, en el silbo.
Porque, así como la fe, como también dice san Pablo, es por el oído corporal, así también lo que nos dice la fe, que es la sustancia entendida, es por el oído espiritual.
Del libro de la Institución de los primeros monjes.
(Libro I, cap. 9; An. Ord. Carm., 3 [1914‑1916], 365‑367)
El ejemplo de Elías
Elías hizo según la palabra del Señor. Porque Elías salió de su tierra y de su parentela y de la casa de su padre se retiró a la soledad, determinando el Señor entonces algo mejor para él; es a saber, librarlo de la muerte y conducirlo a la perfección de la vida. Puesto que el pueblo de Israel, engañado por el rey Ajab recientemente, adoraba entonces a Baal, como a un dios dador de lluvias y de la fertilidad, y de todos los demás bienes temporales. No se percataba aquel pueblo de que todos estos bienes provienen del verdadero Dios de Israel y no de Baal; según se queja el Señor por el profeta diciendo: Ella no comprendía que era yo quien le había dado trigo, mosto y aceite virgen, quien le había prodigado plata y oro, los convirtieron en ídolos. Por esto, queriendo Elías demostrar entonces al rey Ajab y al pueblo de Israel que el verdadero Dios era el que él adoraba y que era un dios falso Baal a quien el rey, por instigación de la reina, iba introduciendo a la adoración del pueblo, les intimó la palabra del Señor, que por más que invocasen a Baal, este no les podría dar la lluvia, y que no descendería durante aquellos años lluvia ni rocío sobre la tierra hasta que Elías suplicara al Dios de Israel. Y, porque a causa de la falta de lluvia, se desencadenó gran hambre en el reino de Samaría, por eso el rey lo buscaba para matarlo. Pero Elías, antes de que el rey se pusiera a buscarlo, hizo según la palabra del Señor. Porque, a fin de no ser hallado por el rey, se retiró por divino impulso de su tierra, de su parentela, y de la casa de su padre a la soledad, dejando, por consiguiente, las riquezas mundanas, no solo con el afecto, sino también de obra; para que ni los domésticos cuidados, ni las riquezas o las posesiones terrenas le impidieran conseguir la perfección a la que Dios le llamaba.
Y sigue: Ardo en celo por el Señor, Dios del universo. Con razón merecía él estar de pie ante la excelsitud de la divina majestad, ya que había fijado la marcha de su espíritu en tan alta cumbre de perfección, que nadie entre los nacidos de mujer la haya superado en la plenitud de la perfección. Porque, si bien es cierto que nuestro Salvador dijo: En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista, también el ángel Gabriel atestigua que Elías es igual, sin duda alguna, que Juan, cuando hablando a Zacarías, afirma que Juan irá delante de Cristo en el espíritu y poder de Elías. El corazón de este Elías, mientras en el desierto se requemaba dentro de sí a impulso de su ferviente caridad, y en su meditación se inflamaba el fuego del divino amor, gustaba frecuentemente la inefable gloria de Dios y se sentaba, esto es, descansaba en el torrente de las delicias, en el que Dios da a beber a los que le aman; pues dice el profeta: Los abrevas en el torrente de tus delicias. Pero, aunque Elías ponía entonces el máximo empeño en descansar ininterrumpidamente en tan inefable cuanto deliciosa contemplación, oprimido, sin embargo, por el cuerpo corruptible, no podía permanecer constantemente en ella. Por lo que, vuelto a sí mismo, ya se regocijaba en su corazón silenciosamente por el recuerdo de la pregustada suavidad; ya, por el contrario, intensamente sollozaba por el deseo y el hambre de volver a paladear la suavidad de tan gozosa dulzura.
Y prosigue: Los cuervos le llevaban pan y carne por la mañana y lo mismo al atardecer. Con estos alimentos Elías sustentaba en el desierto su fatigado cuerpo lo necesario solamente para no desfallecer. Ni cabe dudar de que era Dios quien suministraba aquel pan y aquella carne para que los cuervos se lo llevaran. Pues ya antes de marchar al torrente Querit, le predijo Dios: Y he ordenado a los cuervos que allí te suministren alimento. Por eso Elías, mientras estuvo en el Querit confiando en el Señor, dejaba en las manos de Dios su alimento, quien se cuidaba de él. Todo lo que era necesario para esta ayuda se lo añadía Dios, porque él buscaba primero el reino de Dios y su justicia.
Percatándose de que solo por la fragilidad de su propia carne era removido de aquella arcana participación de Dios, derramaba en sí su propia alma; porque, por la devota oración y por la humilde confesión de sus pecados, profería delante de Dios largos gemidos de lamentación.
Y prosigue: Y bebía del torrente, esto es, del agua del torrente, negando el vino a su cuerpo, para transportar su ánimo a aquella saludable sabiduría de la cual está escrito: Torrente desbordado, fuente de sabiduría. Así de nuevo arrebatado en espíritu, Elías pasaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios. De cuya abundancia se embriagaba y en el torrente de sus delicias saciaba la sed.