¿Quién fue, en realidad, San Ángel de Sicilia? Es la pregunta que el P. Ludovico Saggi se hace en su obra, S. Angelo di Sicilia. Studio sulla vita, devozione, folklore (Institutum Carmelitanum, Roma 1962), y a la que contesta en breves páginas con los datos ciertos que pudo entresacar de la legendaria biografía de un tal Enoc, que mezcla datos verdaderos recogidos de otras fuentes con elementos de una mítica tradición, la cual sería incorporada a la leyenda áurea del Carmelo. En su estudio intentó depurar de tantos falsos añadidos, y hasta tal punto crítico con el santo, que ocasionó incluso el que su conmemoración litúrgica fuese retirada del calendario carmelitano por algún tiempo. Es otro de las grandes santos unido íntimamente a las más remotas tradiciones carmelitanas.
Que siempre se llamó San Ángelo de Sicilia parece ser cierto, y que vino de Palestina al frente de un grupo de carmelitas en la primera mitad del siglo XIII a causa de las persecuciones musulmanas, también es lo más probable; al menos, no hay razones firmes para negarlo cuando las primitivas redacciones biográficas coinciden en dar estos datos como seguros. Y que uno de su apostolados más reconocidos fue el de la predicación comprometida evangélicamente, lo cual le costó la vida, tampoco ofrece la menor duda. Otra cosa distinta es el ropaje legendario en que nos ha llegado hasta nosotros su vida.
Venerado por los carmelitas como santo ya en el siglo XIV, el culto de san Ángel fue difundido no solamente en el ámbito de la Orden, sino también entre los fieles. Sus reliquias, depositadas en un templo no carmelita, fueron solicitadas al papa Calixto III, quien benignamente las concedió en 1457. Por ser uno de los santos primitivos del Carmelo, su popularidad va pareja con san Alberto; su iconografía es abundante, y en tierras sicilianas se siguen celebrando en su honor grandes fiestas populares de muy rica tradición folclórica.
El mensaje que sus primeros hagiógrafos pretenden transmitir de san Ángel también es evidente: su vinculación como carmelita con Tierra Santa y sus tradiciones, su adaptación a las nuevas tierras y a la nueva cultura de Occidente (el encuentro con las otras Ordenes mendicantes, las aprobación de la Regla…), y el apostolado de la Palabra como exigencia de la vida contemplativa, entregando su vida por el Evangelio. Un bolandista, el famoso P. Hipólito Delahaye, rígido depurador de todas las leyendas hagiográficas, escribe respeto a las mismas, que éstas encierran una verdad que va más allá de la pura fantasía: el hacernos amable y factible el espíritu evangélico, el saber perdonar las injurias, la misericordia, la mortificación…, verdades que están más allá de la propia historia.
El P. Saggi, al terminar su estudio sobre el santo, también nos dice que en el fondo no importa demasiado lo poco que se sepa de su vida mortal: “De hecho un santo comienza a vivir -según la expresión litúrgica- el día mismo que muere. Y si esto es válido para la vida bienaventurada en el cielo, también vale respecto a las huellas que el santo ha dejado sobre la tierra. Huellas que también constituyen una vida que todo investigador habrá de tener en cuenta”.