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Rincón carmelita

 

Arde (Hakuna)
19 marzo, 2025 / Carmelitas
San José, el hombre que enseñó a orar a Dios

Muy feliz fiesta de san José, patriarca de la Iglesia y protector del Carmelo.

De hace unos años para acá, la Iglesia parece estar discerniendo una llamada del Señor a recuperar el justo lugar que corresponde a san José en su designio de salvación. Bastaría con profundizar en la oración litúrgica de la solemnidad:

Dios todopoderoso, que confiaste
los primeros misterios de la salvación de los hombres
a la fiel custodia de San José,
haz que, por su intercesión, la Iglesia los conserve fielmente
y los lleve a plenitud en su misión salvadora.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo…

¡Mucha tela que cortar! Ya recordamos hace algún tiempo en otra entrada -en la que se puede recuperar el precioso canto Arde, de Hakuna-, el año jubilar que le estuvo dedicado a san José, la carta Patris Corde que le dedicó el papa Francisco… Hoy proponemos ambientar la fiesta con un fragmento del sermón 51 de san Agustín. Entresacamos solamente los párrafos 17 al 19 (tomado de la página “San Agustín. Augustinus Hiponensis”):

«Las generaciones de Cristo —objetan [los descreídos]— se cuentan por la línea de José y no por la de María». Preste Vuestra Santidad un poco de atención. —«No debieron contarse, dicen, por la línea de José». —«¿Por qué no? ¿Acaso no era José el esposo de María?». —«No», responden. —«¿Quién lo dice? La Escritura, apoyándose en la palabra del ángel, afirma que sí lo era. No temas —le dice— recibir a María como tu esposa. Lo que en ella ha nacido es del Espíritu Santo (Mt 1,20). A él se le ordena también que imponga nombre al niño, aunque no había nacido de su carne: Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Mt 1,21). Que Jesús no nació de la carne de José es lo que pretende mostrar la Escritura cuando, intrigado por conocer el origen del embarazo, se le dice: Es del Espíritu Santo. Y, con todo, no se le quita la autoridad paterna, pues se le manda que ponga nombre al niño. Por último, también la Virgen María, que bien sabía que no había concebido a Cristo del abrazo o relación sexual con él, le llama, sin embargo, padre de Cristo (cf. Lc 2,48).

Ved de qué manera. Cuando tenía doce años en cuanto hombre, el Señor Jesucristo que en cuanto Dios es anterior y exterior al tiempo, separándose de sus padres, se quedó en el templo discutiendo con los ancianos, que se admiraban de su enseñanza. Los padres, al regresar de Jerusalén, lo buscaron en la caravana, es decir, entre los que caminaban con ellos; al no encontrarlo, llenos de preocupación, volvieron a Jerusalén, donde le hallaron discutiendo con los ancianos en el templo (Lc 2,42-47.). Todo ello cuando tenía solo doce años, según indiqué. Mas ¿por qué extrañarse de ello? La Palabra de Dios nunca calla, pero no siempre se le escucha. Lo hallan en el templo, y su madre le dice: ¿Por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando (cf. Lc 2,48). Y él responde: ¿No sabíais que conviene que yo me ocupe de las cosas de mi Padre? (cf. Lc 2,49). Dijo esto porque, en cuanto Hijo de Dios, estaba en el templo de Dios. Aquel templo, en efecto, no era de José, sino de Dios. «He aquí —dirá alguien— que admitió no ser hijo de José». Considerando la escasez de tiempo, prestad atención, hermanos, con un poco más de paciencia, la que baste para concluir el sermón. Cuando le dijo María: Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando, él contestó: ¿No sabíais que conviene que yo me ocupe de las cosas de mi Padre? Aunque era hijo de ellos, no quería serlo en forma que excluyese el ser Hijo de Dios. Hijo de Dios, en efecto; Hijo de Dios desde siempre, el que los creó a ellos mismos. En cambio, en cuanto Hijo del hombre nacido en el tiempo de una virgen, sin semen marital, los tenía a ambos como padres. ¿Cómo lo probamos? Ya lo dijo María: Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando.

Ante todo, hermanos, y pensando en la instrucción de las mujeres, nuestras hermanas, no hay que pasar por alto la modestia tan santa de la Virgen María. Había dado a luz a Cristo, un ángel se había acercado a ella y le había comunicado: He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande y se llamará Hijo del Altísimo (Lc 1,31-32). Aunque había merecido alumbrar al Hijo del Altísimo, era muy humilde; ni siquiera antepuso su nombre al del marido. No dice: «Yo y tu padre», sino: Tu padre y yo (Lc 2,48). No tuvo en cuenta la dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal. Nunca el humilde Cristo hubiese enseñado a su madre a ensoberbecerse. Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando (Lc 2,48). Tu padre —dice— y yo, porque la cabeza de la mujer es el varón (cf. 1Co 11,3; Ef. 5,23). ¡Cuánto menos deben enorgullecerse las demás mujeres! Pues también a María se la llama «mujer», no porque hubiera perdido su virginidad, sino por un modo de hablar propio de su pueblo. También el Apóstol dice acerca del Señor Jesucristo: Nacido de mujer (Ga 4,4). Pero esto en ningún modo modifica el orden y el contenido de nuestra fe, según la cual confesamos que nació del Espíritu Santo y de la Virgen María. Ella concibió siendo virgen, siendo virgen dio a luz y permaneció siendo virgen. Pero los judíos llamaron «mujeres» a todas las hembras humanas, conforme a una peculiaridad de la lengua hebrea. Escucha un ejemplo clarísimo. A la primera mujer que Dios hizo, extrayéndola del costado del varón, se la designa como «mujer» antes de que yaciese con su marido —algo que, según está escrito (cf. Gn 4,1), tuvo lugar después de abandonar el paraíso—. Dice, en efecto, la Escritura: La formó mujer (cf. Gn 2,2).

La respuesta del Señor Jesucristo: Convenía que yo me ocupara de las cosas de mi Padre  (Lc 2,49) no indica que la paternidad de Dios excluya la de José. ¿Cómo lo probamos? Por el testimonio de la Escritura, que dice así: Y les respondió: ¿No sabíais que conviene que yo me ocupe de las cosas de mi Padre? Ellos, sin embargo, no comprendieron de qué les estaba hablando. Y, bajando con ellos, fue a Nazaret y les estaba sometido (Lc 2,49-51). No dijo: «Estaba sometido a su madre», o: «Estaba sometido a ella», sino: Les estaba sometido. ¿A quiénes estaba sometido? ¿No era a los padres? Uno y otro eran los padres a los cuales él estaba sometido por la misma condescendencia por la que era Hijo del hombre. Hasta aquí los preceptos los recibían las mujeres; recíbanlos ahora los niños, de modo que obedezcan a sus padres y les estén sometidos. ¡Cristo, a quien el mundo está sometido, se somete a sus padres!

Arde,
con fuerza en este frío,
con toda el alma en vilo,
buscando una razón…

Tiemblan
los muros de esta celda
que no pueden, ni intentan,
contener su corazón…

Brazos
cerrándose en abrazos
de un padre que dio tanto,
de un hijo que murió…

Lloran
reyes y tronos, lloran,
ante un hombre en la sombra,
rezándole a su Dios.

La mira
y, al verla,
¡el mundo gira!,
y en un solo segundo
al cielo estremeció.

Besa.
Donde ella pisa,
él besa,
secándose las lágrimas
al pedirle perdón.

Alza
un paso al firme al alba,
ejércitos se apartan
ante su convicción.

Siente
el peso que le viene,
pero nada detiene
su sencilla decisión.

Duerme,
tranquilo, el Niño
duerme.

Sufre
porque no puede
darle algo mejor.
Calla y,
en el silencio, grita.
Se le traspasa el alma,
sufre su condición.

Un te quiero mudo en un silencio acogedor,
un humilde carpintero duerme en brazos a su Dios.
Un te quiero mudo en un silencio acogedor,
un humilde carpintero mira a los ojos a Dios.

Sonríe,
tranquilo –al fin– sonríe
y, en un último aliento,
hizo llorar a Dios.

Un te quiero mudo en un silencio acogedor,
un humilde carpintero duerme en brazos a su Dios.
Un te quiero mudo en un silencio acogedor,
un humilde carpintero mira a los ojos a Dios.

 Un te quiero mudo en un silencio acogedor,
un humilde carpintero mira a los ojos a Dios.

 

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